Para pintar como lo hace Juan Béjar tan sólo hacen falta unos cuantos ingredientes.
Tener una fuente inagotable de historias, es el primero. Basta para ello con tenerlo todo dentro, lo que existe y lo que podría, lo que es y lo que también, y poseer esa extraña habilidad de no tener esas fronteras interiores que nos empeñamos en construir cada vez más altas y más largas.
Pero claro, con eso no es suficiente. Hay, además, que ser muy generoso. Y es que en cada obra, para quien lo quiera ver, hay un fabuloso despliegue, una riqueza tal que enseguida nos llega la certeza -y la tranquilidad- de que no se va acabar. Tengan cuidado, sin embargo, en caer en fuegos artificiales y grandes alharacas: para ser como Juan Béjar en necesario ser poseedor del arte de la elegancia, manejar con maestría esa forma de hacer tan sutil que casi no lo parece.
Sin embargo, nada de lo anterior serviría sin el que es el ingrediente fundamental, el que más salta a la vista: una prodigiosa inteligencia. Y no, no hablo de conocimientos -que los tiene-, ni de sabiduría -que también-, sino de inteligencia. Así, sin adjetivos. Y es que, cuando se habla de la pintura de Béjar, los textos se llenan de palabras como misterio, mundo onírico, realismo mágico... Y todo eso es cierto. Pero lo es aún más que nada de ello sería posible sin una inteligencia excepcional que sabe encontrar, no el motivo exacto, sino el único; no el color perfecto, sino el necesario. Como puso de relieve John Berger en no me acuerdo qué obra, es la misma inteligencia que usó Magritte (al que Juan Béjar cita en algún cuadro) cuando puso un huevo en una jaula para decirnos tantas cosas...
Cada cuadro es un universo propio, con su lógica y sus propias leyes físicas, espaciales, y temporales... Pero funcionan tan bien, están tan bien construidos, tienen tanto sentido que, mirándolos, uno tiene la duda de si los irreales somos nosotros.